Crónica del Retorno

Las cosas antiguas son un espejo en el que el tiempo se refleja con más claridad. Me recuerdan que lo que fue no desaparece, solo se oculta en la sombra de lo cotidiano, esperando ser redescubierto. Lo comprendí cuando encontré la bitácora en mi maleta, cuando sentí bajo mis dedos la textura gastada del papel, el peso de una historia escrita con la caligrafía de mi juventud.

En Valdivia, el río arrastra los recuerdos con la misma parsimonia con la que mueve los troncos dormidos. Es una ciudad de humedad y de naufragios. De cielos bajos, de barcos olvidados en astilleros que se oxidan junto con las promesas que nunca se cumplieron. Llegué ahí de niña, sin saber que Valdivia es un lugar donde la melancolía se filtra en la piel como la lluvia que nunca cesa. En mi juventud, me dejé encantar por la ciudad: la bohemia, los bares oscuros, el jazz desafinado de los rincones donde los poetas se emborrachan. Había noches en las que el mundo parecía detenerse dentro de un vaso de vino. La literatura se escribía en servilletas manchadas, la filosofía se discutía con desconocidos en mesas de madera húmeda.

Pero la bohemia tiene un precio. Lo pagué con noches interminables y despertares sin memoria. Con el insomnio de quien ha hablado demasiado sobre el destino y la tristeza sin llegar a ninguna conclusión. Al principio, pensé que era solo una etapa, que un día despertaría y sentiría que había valido la pena. Pero los días pasaron y el vacío seguía ahí, intacto. Las madrugadas dejaron de ser promesas de inspiración y se convirtieron en repeticiones de sí mismas. La ciudad, con su lluvia persistente y su río indiferente, comenzó a parecerme una trampa.

Entonces me fui. Me alejé sin hacer ruido, como alguien que no quiere que la convenzan de quedarse.

Hoy tengo casi cincuenta años. Lo digo sin dramatismo, pero con cierto desgano, como si la cifra pesara más que las palabras. He sido muchas cosas en mi vida: hija, novia, amiga, enemiga, amante. Nunca madre. A veces pienso que, de haberlo sido, mi vida habría tomado otro rumbo. O tal vez no. Quizás habría sido igual de solitaria, igual de desordenada, igual de intensa. Soy una mujer de extremos. O me va muy bien o me desmorono. No hay intermedios.

 

El éxito no me ha hecho feliz. Tengo más dinero del que necesito, podría estar en cualquier parte del mundo si quisiera, pero la mayoría de los días apenas quiero salir de la cama. Duermo demasiado, bebo más de lo que debería, me alimento mal. Mi vida social es escasa, casi nula. Me he distanciado de mis mejores amigos y la relación con mi madre es fría, distante, llena de silencios que duelen más que las palabras. A veces desaparezco sin avisar, dejo los mensajes sin responder, me encierro en mi departamento con las cortinas cerradas y el celular apagado. No es depresión, digo. Solo cansancio. Solo una pausa.

Hace poco me cambié de casa. Todavía hay cajas sin abrir, maletas cerradas. No me gusta desempacar, es como admitir que ese es mi hogar y nunca he estado segura de dónde es mi hogar. Hasta que un día, sin pensarlo demasiado, abrí la última maleta y encontré algo inesperado: un bolsillo oculto, casi imperceptible. Dentro, una libreta azul.

Mi bitácora de viaje.

La escribí hace treinta años, en mi primer viaje sola. La abrí con curiosidad, con la sensación de estar hurgando en la vida de otra persona. En la primera página, una frase escrita con mi propia letra:

A veces vivo tan despacio, que mi cuerpo se mueve más rápido. Tropiezo, boto mis cosas al suelo, me golpeo con lo que está a mi alrededor. Sonrío para disimular la trampa de cosquillas que siento por dentro, mientras las miradas se desvían con vergüenza ajena y piensan: pobre niña, Dios me la cuide.

Tomo la línea de metro, convencida de que voy en la dirección correcta, solo para terminar en un lugar en donde puedo ver la luz del día. Como la vida misma, pienso. Decisiones incorrectas llevándome a lugares en los que nunca quise estar.

La sensación de calor recorre mi cuerpo, esa adrenalina amarga de la impuntualidad. Hago una lista mental de lo que está bajo mi control: las reservas, el ticket de avión, documentos, ansiolíticos… Cuando llegue, paso por la farmacia del aeropuerto, me repito, como si eso pudiera calmarme.

Sigo torpe, se me caen las cosas y la lista no deja de desfilar en mi cabeza.

En la farmacia me dicen que a mi receta le falta una firma. Solo queda una opción: viajar sin medicación, vivir la tristeza y la ansiedad en primera persona y, con algo de esperanza, ver esto como una «oportunidad».

Me resulta insoportablemente familiar. Una verdad que nunca dejó de ser mía, aunque nunca me atreviera a hablar de ella. En esas palabras, me reconozco atrapada en un ciclo de repeticiones, una lucha interna constante que se disfraza de tranquilidad. ¿Qué ha cambiado realmente? Quizás nada.

La juventud… esa necesidad casi desesperada de ver todo como una oportunidad. Como una lección que la vida ofrece para transformarme. ¿Cuántas veces creí que el sufrimiento me haría más fuerte, más sabia, más capaz de abrazar el caos? Ahora todo suena ingenuo, como un espejismo que se desvanece cuando choca con la vida real, esa que no se mide por oportunidades, sino por recaídas.

Quizás este pasado me dé las respuestas que tanto he buscado. Quizás este reencuentro con la joven que fui me permita resolver lo que todavía no comprendo. Quizás, al fin, pueda encontrar un camino distinto al de la repetición. Sigo buscando respuestas.

 

La ciudad tiene un descuido intencional

que me suena familiar.

Las esquinas huelen a tercer mundo,

y en la plaza venden castañas confitadas.

Duermo en el último piso de una vieja casa.

En la habitación se aloja una mujer

que teje de madrugada,

dos mujeres que susurran en francés,

y una sombra que se arranca.

Todas parecen haber escapado de algo.

Se esconden en el entretecho,

duermen gran parte del día,

y hacen su vida por la noche.

Pensé que estaba acá por turismo,

pero estar escondida

era otra forma de alejarme del tiempo.

En el velador dejo las llaves

para recordarme

que puedo volver a entrar

a algún lugar.

 

Miro las llaves sobre la mesa de noche y me pierdo un momento en su brillo metálico, como si ese pequeño objeto pudiera abrir más que puertas físicas. Me recuesto lentamente, dejando que el peso de las palabras que acabo de leer se asienten sobre mí. Esta ciudad, mi ciudad, tiene algo que me resulta aterradoramente familiar. La misma sensación de abandono que he llevado conmigo durante años. La sensación de que, en algún rincón, algo permanece cerrado, oculto, a la espera de ser descubierto o, quizás, de seguir siendo ignorado.

Estar escondida era otra forma de alejarme del tiempo, leo en la bitácora, y no puedo evitar sentir que esas palabras también son mías. Mi vida ha sido un ejercicio de ocultamiento, de no dejarme ver, de mantenerme alejada del centro de la luz. A veces, me he sentido como la mujer que teje de madrugada, intentando hilvanar pedazos de mí, cosas que no sé cómo conectar, o como las dos mujeres que susurran en francés, escapando del ruido del mundo, buscando un lenguaje propio, un refugio que les dé paz.

Me siento atrapada en ese mismo ciclo. Valdivia, con sus calles húmedas, su bohemia rota y sus excesos, fue, en su momento, una fuga. Una forma de alejarme de los demás y de mí misma. En esos días, todo fue una repetición del mismo error, un intento constante de encontrar algo que nunca llegó. Cada borrachera, cada madrugada sin rumbo, cada conversación que no llegaba a ninguna parte, fue mi forma de esconderme del tiempo, de evitar el paso de los años.

El eco de mi juventud, aquel viaje que emprendí sola, me hace pensar que quizás no he cambiado tanto como me gustaría creer. Tal vez sigo buscando las mismas salidas, las mismas puertas cerradas. Y a veces, ni siquiera sé si deseo abrirlas o seguir escondida en la seguridad de mi dolor.

Quizás he estado escondiéndome tanto que ni siquiera recuerdo cómo se ve el mundo cuando estoy completamente presente, me digo en voz baja, como si las palabras fueran una revelación, o más bien, una aceptación amarga. Esta ciudad me recuerda eso. Esa sensación de no estar nunca completamente aquí, de vivir como una sombra, como una extraña en mi propia vida.

 

Quiero despertar y tomar un café en La Concorde,

escribir por escribir,

sobre una persona y otra,

escuchar hablar sin descifrar.

Quiero estar sola con una copa de vino

que apenas me atreví a pedir,

porque me costó pronunciar.

Quiero caminar, sin prisa,

y mirar el mundo tal como se ofrece,

sin expectativas, sin destino.

 

Cierro la bitácora con un suspiro, como si al hacerlo pudiera alejarme, aunque solo sea un momento, de todo lo que me rodea. Las palabras que escribí hace tantos años resuenan en mi mente con una claridad desconcertante. Leo y sonrío, porque esa imagen tan simple, tan cotidiana, parece un anhelo lejano, algo que en ese entonces representaba libertad, tiempo para mí.

Siento una punzada en el pecho. Cuántas veces, en mis conversaciones, no he hecho más que escuchar sin realmente conectar. Cuántas veces me he perdido en palabras que no decían nada, que no llegaban al fondo de las cosas, de las emociones, de las verdades no dichas. Esa distancia constante entre lo que se dice y lo que realmente se quiere decir, entre lo que se muestra y lo que se esconde, ha sido siempre mi refugio y mi condena.

El yonki mira fijo el sol

con la esperanza de que se evapore la noche anterior.

Sus pantalones están tan rotos

como su conciencia.

El hombre, decía Pessoa, no se supo adaptar:

se consumió a sí mismo por los excesos

y la falta de sueños.

La imagen del yonki, mirando fijo al sol, me atraviesa. Pienso, como si esas palabras pudieran explicar algo de mí misma. He pasado tantas noches deseando que el día siguiente traiga algo diferente, una respuesta, una razón para continuar, para abandonar ese vacío que me persigue.

He sido testigo, en mi propia piel, de cómo el desgaste de los días, las decisiones equivocadas, los amores no correspondidos, han dejado cicatrices profundas. No es solo la piel, no es solo el cuerpo, es la mente, el alma que ha ido rompiéndose lentamente, sin ser capaz de repararse. «¿Qué me queda, si no?», me pregunto, con una sensación amarga de nostalgia.

¿Acaso yo tampoco me he sabido adaptar? Un pensamiento que me da vueltas en la cabeza, mientras miro la última frase, la que parece resonar como un eco en la distancia. Un estremecimiento me recorre. En eso me he convertido: en esos excesos que han moldeado mi existencia —el alcohol, la soledad, las relaciones superficiales, los días en los que todo parece carecer de sentido. Y la falta de sueños, esos que alguna vez tuve y que dejé escapar, uno por uno, hasta que ya no quedaba ninguno.

Cierro la bitácora un momento, sintiendo cómo el peso de las palabras me arrastra hacia una reflexión más profunda. La desconexión que siento conmigo misma, todo parece llegar a un punto crítico. He llegado tan lejos huyendo de la incertidumbre, tan atrapada en mis propios miedos, que he olvidado lo esencial.

La bitácora, esa que escribí hace treinta años, es ahora una pieza de un rompecabezas que yo misma armé sin saberlo. Y en esas páginas gastadas, en esas palabras que mi joven yo dejó como un testamento, hay algo de lo que me estoy perdiendo. Algo que, quizás, aún puedo recuperar, si tan solo me atrevo a mirar en el pasado y en las cosas viejas.

Crónica narrativa escrita por Gabriela Isadora Catalán Santana, profesora de Lenguaje y Comunicación oriunda de Valdivia.

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