Seis disparos logró contar Quirino Lemáchez. En el aire descansaba un olor a pólvora y cajón, se oían gritos.
En sus últimos momentos de vida comenzó a tener visiones castellanas y recordó a su tío, el padre González y sintió por primera vez en mucho tiempo, el paso de los años en la piel. Pensó en las tardes juveniles que pasó leyendo en Santiago y Piura, recorriendo las calles del Perú hasta que lo desterraron en Quito.
Nada se sentía como casa en ese entonces, Quirino sólo pertenecía a las letras, a esos símbolos que según la Santa Biblia eran el maná que Dios utilizó para alimentar al pueblo de Israel, pero que el hombre, en su terquedad, había decidido manchar.
En aquel tiempo solía pensar que el mundo estaba lleno de incongruencias y recurría en las tardes a su escritorio, en búsqueda de sabiduría. Poco a poco cayó en cuenta que la ciudad de sus amores, Piura, era una ciudad pálida. Recordó a sus hermanos que partieron y sus varios años arrodillado a la Buena Muerte, para descubrir que su boca no anhelaba pan ni cuerpo sagrado, sino más bien de las escrituras francesas.
El aire continuaba denso en el cajón. Quirino no aguantó más y golpeó con todas sus fuerzas la madera una y otra vez, a cada golpe el sonido se hacía blanco.
Pensó que la línea entre Cristo y Rousseau era sumamente delgada. Se le vino a la mente la imagen del inquisidor, cortando su colchón mientras los libros prohibidos rebalsaban y le pareció gracioso que, a pesar de haberse resguardado en celibato, fuese su cama contenedora del pecado.
Por el año 1812, las cosas lo llevaron a creer en los hombres y reemplazar aquello intangible por las pasiones reaccionarias. Una vez que retornó a Chile volvió su rostro a la Aurora y sintió por primera vez su cuerpo y su tez, tomó distancia de su fé, para convertirse en herramienta de la verdad.
Para Quirino, las palabras significaban transparencia, tal como los afluentes que recorrían su Ainil. Cuando vió a los hombres correr con la Aurora en sus manos, sintió una pulsación que por aquellos tiempos consideraba perdida. Un propósito se presentó frente a él.
Sin embargo ahora, sólo podía ver la nada que habitaba entre los centímetros del cajón y sus ojos, una nada negra que ocultaba todo lo que alguna vez logró esclarecer, y la nostalgia se abrió paso como caballo sin jinete.
Tantos nombres lo habían llevado hasta ahí; Cayo Horacio, Roque Harismenlic, Canuto Handin y Patricio Curinancu. Deseó no haber tenido que usar nunca esos nombres, sin embargo, al mismo tiempo les estaba agradecido.
Quirino rompió la madera y atravesó la membrana de tierra que aplastaba su cajón. Pensó en su vida y en cada mentira que tuvo que crearse para concebir la existencia del hombre y su pecado, hasta que pudo ver el río. Una vez fuera, leyó en su lápida un escrito que decía: Aquí descansa Fray Camilo Henríquez.
– Crónica escrita por Agustín Zapata, estudiante de Periodismo de la Universidad Austral de Chile.